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Mi tierra linda

Mís ídolos

SIEMPRE sentiré envidia por los jóvenes
que hicieron historia aquella
mañana de la Santa Ana, por los que
prefirieron mil veces yacer junto a la tumba
del Apóstol que verlo morir en el año de su
Centenario.
Muchos nos habremos preguntado alguna
vez qué habríamos hecho al despertar
en aquel mismo Santiago bajo los disparos
provenientes del mayor símbolo de la acuartelada
tiranía batistiana de los años ‘50.
A la vuelta de medio siglo de Revolución
y con toda una obra social entre las manos,
sería fácil pensar que hubiésemos salido a
la calle resueltos a arrancarle un fusil a un
guardia o tirar un coctel Molotov contra los
muros de la actual Ciudad Escolar 26 de
Julio.
De ahí mi envidia. Ninguno de los jóvenes
que salieron de la granjita Siboney
aquella madrugada había vivido el hoy ni
había estudiado en clases el Sistema
Social Socialista, y definitivamente no sabían
que estaba naciendo una Revolución.
Su única pretensión era no fallarle al
Maestro.
Imagino que esa noche el miedo les
recorrió las espaldas. Era imposible no sentirlo.
Los que allí aguardaban no eran inderrotables
súper héroes de Hollywood con el
sello del Happy End tatuado en las frentes;
sino muchachos decididos, valientes, rebeldes,
patriotas, cubanos, pero, sobre todo,
humanos.
Sabían cuánto había en juego: sus
hogares, sus novias, sus trabajos, sus pupitres
universitarios, su libertad, su vida…
Cómo podían estar entonces dispuestos
a seguir a alguien de quien apenas conocían
el nombre. Cómo estar decididos a
luchar al lado de personas que habían
conocido pocas horas antes. Cómo ir a un
combate sin haber combatido nunca. Cómo
ir poco más de 100 hombres contra toda
una guarnición. Cómo arriesgarse a morir el
día de su cumpleaños, como el doctor
Mario Muñoz...
Quizá la respuesta a esas interrogantes
habría que buscarla en el interior más
oriental de aquellas mentes sin barbas.
Pero una cosa sí es segura. Las acciones
de aquel domingo de julio no estaban
hechas para morir. Su sentimiento de ofrenda
y sacrificio nada tenía que ver con la
inmolación fanática. No eran kamikazes.
Concebían la muerte como un riesgo y no
como un fin.Tal como lo hacemos hoy al gritar
“Patria o Muerte”.
Y es ahí donde se calma en algo la sed
de mi “envidia”. En saber que tampoco
nosotros hemos dejado morir al Apóstol. En
que fuimos mayoría quienes creímos más
en el mejoramiento humano que en unas
cuantas millas náuticas al Norte. En tener la
certeza de que hoy desanda la América
martiana toda una generación centenaria
de batas blancas. En la confirmación de
que seguiremos resistiendo como en la histórica
posta 3 de aquella fortaleza y en que
continuaremos haciendo florecer esperanzas
en tiempos de “amenazas, ruin y cobarde
ensañamiento”, sin temerle tampoco a
aquella “furia del tirano miserable que
arrancó la vida a setenta hermanos”, ya
nuestros. Pues a 55 años del Moncada
seguimos dando, invariablemente, la misma
respuesta: Condenadnos, no importa, la
Historia nos absolverá.

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