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Mi tierra linda

A mis lectores

MIS lectores son especiales. Así suelo
decir en esas divinas discusiones
bizantinas que nos inventamos en la
Redacción quienes vivimos esclavos del espacio.
Y aunque no dejo de reconocer que
muchas veces acudo a tal ardid para sacar
ventajas ante las columnas nada menos importantes
de mis colegas, no me deja de faltar
razón.
Los míos son los más preguntones, los más
inquietos, los más rebeldes y los únicos en
este mundo que les suman años a su Carné de
Identidad, en lugar de quitarlos.
Pero no sólo eso los hace especiales. A
ellos muchas veces debo hablarles sin referente.
Hacerles recordar cosas que no han vivido
y hasta dejarlos que parezcan protagonistas
de historias que sólo han leído.
Debo hablarles de internacionalismo, sin
que hayan ido a Angola con el cepillo de dientes
como único equipaje; de heroísmo, sin
haber volado a oscuras y en calzoncillos un
avión en Girón, o de progreso social, sin haber
disfrutado de las bondades de un Campo
Socialista fuerte y abierto a la solidaridad entre
los pueblos.
La mayoría de mis lectores nacieron en el
Período Especial. Un gran porcentaje de ellos
piensan que si se autorizan los viajes al extranjero,
sería la primera vez que los cubanos
salieran de la Isla, pues jamás vieron a un operador
de combinada o a un simple cañero
caminando durante 17 días sobre la nieve de
países socialistas, sin pagar un centavo.
Muchos de ellos crecieron tomando por
valientes a un grupo de kamikazes sin espíritu
de resistencia, que se lanzaban a la mar en
balsas caseras, porque no conocieron que la
verdadera valentía no era esa, sino la que
demostraron los tripulantes de un buque mercante
de nombre Herman, que con martillos y
cuanta herramienta tenían defendieron solos
en alta mar su buque, para impedir que prepotentes
y armadas botas venidas de un guardacostas
norteamericano pisaran su cubierta.
Pero eso tampoco se los voy a contar
ahora, como les conté una vez de la Escuela al
Campo, de la primera pelea escolar o del
Servicio Militar.
Eso se los dejo de tarea para que lo investiguen
ustedes mismos y puedan arribar a
conclusiones, como a las que llegó por si solo
Yandro, uno de esos especiales lectores nacido
en los ‘90, con el que coincidí el miércoles
en la noche en el Restaurante Venecia y a
quien le “descubrí”, entre un grupo de visitantes,
al actor Mario Limonta y al cineasta Solás,
acompañados por alguien mucho más cercano,
que con mucha pasión y entrega nos ha
enseñado a mostrar con sano orgullo lo que
hemos logrado.
“Oye, si esto les gusta a esa gente, que
deben haber viajado medio mundo; es que
está escapa’o de verdad”, me comentó Yandro,
quien agregó con gracia salomónica: “Si ven
que se caen pa´tras es que ya le dijeron que
esto es en peso cubano”, y acto seguido me
contó sobre su único viaje a La Habana, de los
semáforos, de 23, de la Chorrera, del Malecón,
y sobre todo de lo difícil que es comerse allá
una buena pizza en peso cubano; mientras yo
lo miraba con ojos de pantalla de cine y asentía,
como quizá lo hiciera cualquiera, aunque
tal vez ese “cualquiera” le hubiera hecho saber
que “antes” con dos pesos se comía y se bebía
esto o lo otro, o que con 250 pesos le dabas la
vuelta a Cuba, sin darse cuenta de que simplificar
las cosas no ayuda a su comprensión, o
sin considerar que como él no ha vivido el
“antes” tiene por tanto más capacidad para
apreciar lo que vamos logrando mucho “antes”
que quienes tenemos un “antes”.
Por eso me adhiero al criterio de Yandro en
eso de darme cuenta de las cosas buenas que
vamos logrando, aunque me abstenga de decir
todavía “vamos saliendo”, con respecto al
Período Especial; no porque deje de ser cierto,
sino por aquello de “la cubana superstición”
como alguna vez la bautizó Abel, siendo ya
Ministro, en ese genial ensayo de El oso Misha
y el chiste político en el Socialismo real.
Ni para Yandro ni para la mayoría de mis
lectores ha habido nunca un Período Especial.
Para ellos sólo ha existido un período, el suyo,
en el cual, poco a poco, se va viendo cada vez
más luz. Respetemos eso.

Mís ídolos

SIEMPRE sentiré envidia por los jóvenes
que hicieron historia aquella
mañana de la Santa Ana, por los que
prefirieron mil veces yacer junto a la tumba
del Apóstol que verlo morir en el año de su
Centenario.
Muchos nos habremos preguntado alguna
vez qué habríamos hecho al despertar
en aquel mismo Santiago bajo los disparos
provenientes del mayor símbolo de la acuartelada
tiranía batistiana de los años ‘50.
A la vuelta de medio siglo de Revolución
y con toda una obra social entre las manos,
sería fácil pensar que hubiésemos salido a
la calle resueltos a arrancarle un fusil a un
guardia o tirar un coctel Molotov contra los
muros de la actual Ciudad Escolar 26 de
Julio.
De ahí mi envidia. Ninguno de los jóvenes
que salieron de la granjita Siboney
aquella madrugada había vivido el hoy ni
había estudiado en clases el Sistema
Social Socialista, y definitivamente no sabían
que estaba naciendo una Revolución.
Su única pretensión era no fallarle al
Maestro.
Imagino que esa noche el miedo les
recorrió las espaldas. Era imposible no sentirlo.
Los que allí aguardaban no eran inderrotables
súper héroes de Hollywood con el
sello del Happy End tatuado en las frentes;
sino muchachos decididos, valientes, rebeldes,
patriotas, cubanos, pero, sobre todo,
humanos.
Sabían cuánto había en juego: sus
hogares, sus novias, sus trabajos, sus pupitres
universitarios, su libertad, su vida…
Cómo podían estar entonces dispuestos
a seguir a alguien de quien apenas conocían
el nombre. Cómo estar decididos a
luchar al lado de personas que habían
conocido pocas horas antes. Cómo ir a un
combate sin haber combatido nunca. Cómo
ir poco más de 100 hombres contra toda
una guarnición. Cómo arriesgarse a morir el
día de su cumpleaños, como el doctor
Mario Muñoz...
Quizá la respuesta a esas interrogantes
habría que buscarla en el interior más
oriental de aquellas mentes sin barbas.
Pero una cosa sí es segura. Las acciones
de aquel domingo de julio no estaban
hechas para morir. Su sentimiento de ofrenda
y sacrificio nada tenía que ver con la
inmolación fanática. No eran kamikazes.
Concebían la muerte como un riesgo y no
como un fin.Tal como lo hacemos hoy al gritar
“Patria o Muerte”.
Y es ahí donde se calma en algo la sed
de mi “envidia”. En saber que tampoco
nosotros hemos dejado morir al Apóstol. En
que fuimos mayoría quienes creímos más
en el mejoramiento humano que en unas
cuantas millas náuticas al Norte. En tener la
certeza de que hoy desanda la América
martiana toda una generación centenaria
de batas blancas. En la confirmación de
que seguiremos resistiendo como en la histórica
posta 3 de aquella fortaleza y en que
continuaremos haciendo florecer esperanzas
en tiempos de “amenazas, ruin y cobarde
ensañamiento”, sin temerle tampoco a
aquella “furia del tirano miserable que
arrancó la vida a setenta hermanos”, ya
nuestros. Pues a 55 años del Moncada
seguimos dando, invariablemente, la misma
respuesta: Condenadnos, no importa, la
Historia nos absolverá.

POR estos días ando lejos, aunque no
tanto. He vuelto a encontrarme con el
pizarrón, con horarios de receso, con
muchos libros y hasta con alguna travesura de
esas que nunca escasean en un aula.
He cumplido tareas que me han obligado a
conjugar, en más de una ocasión, el verbo
"poder" en primera persona del singular; y he
aprendido –y no sólo en los libros– a aprovechar
cada conversación, a no conformarme
con una sola explicación, y a escuchar con la
misma atención a un renombrado conferencista,
que a un chofer que te cuenta sobre cuando
trabajó con Raúl Roa y te hace ver mucho
más digno a nuestro Canciller de la Dignidad.
He visitado provincias y conocido otras.
Pero no como un "aldeano vanidoso" que compara
con malicia; sino como un simple espectador
que aprende de lo que le falta con el
mismo gusto que aprecia lo que le sobra en la
suya.
He admirado sitios donde se trabaja a pulso
y coraje, y he podido criticar otros donde se
sientan a celebrar el tedio a la orilla del camino,
mientras esperan que pase la carreta de la
vida cargada de milagros.
Pero no les quiero a hablar de eso. Ni tampoco
de las horas que nunca sobran, ni tampoco
de las que faltan. Prefiero hablarles de
amistad, de solidaridad, y de compañerismo,
rasgos de identidad que nos hacen diferentes -
y a la vez comunes- a todos los que poblamos
esta Isla. Los valores que algunos creen perdidos
y que nos harán compartir siempre lo que
nunca sobra, al tiempo que nos obligará a no
mendigar nunca lo que siempre falta.
Sirvan de ejemplo mis compañeros de
curso:
Rolando y Orly, son dos guantanameros a
la usanza de "Buena Fe". Personas que hacen,
con su humor de corcho, sobrevivir a cualquier
naufragio nostálgico, conjuntamente con Elías,
posiblemente el único habanero albergado en
su propia Habana.
Inés Aned y Adis Melva son ellas solas todo
un grupo de agitación y propaganda. Una
especie de Spice Girls tropicalizadas que no
se cansan de reír o contar chistes "anti-gorriones",
como cigarras de una misma fábula.
A Betty, Ivis, Yamaris y Sonia bien podían
concederles un Nobel de la Paz por su preocupación
constante por tu estado de salud o
de ánimo, o por si has podido llamar, o no, a tu
casa.
Los hay que prefieren esconder la nostalgia
dentro de un pan o sumergirla hasta ahogarla
en un pomo de refresco, como Yoengry y
Ángel, quienes al parecer piensan que la asimilación
de conocimiento está estrechamente
relacionada a la nutrición abundante; pero que
a la vez jamás dudan en compartir su merienda
con alguien que llega tarde.
Hay quienes viven esclavos del teléfono
como Rufín y Jesús, o de la carretera, como
Darelis, Wilfredo u Olga; y sin embargo no
dejan nunca de brindarte su tarjeta, como la
mejor confirmación de que "Propia" es aquí
sólo un nombre más dado por ETECSA; o de
preguntarte si necesitas que te traigan algo
antes de montarse en su yipe los fines de
semana.
Hay quienes se burlan de la fonología
semántica de los nombres como Bacallao (vacalla’o),
un villaclareño que nunca para de
hablar en su afán de cumplir, junto a Yobieski y
el espirituano Jorge, con su misión de ser más
que "la pata", el mismo diablo; como también
los hay que con menos palabras como Niober,
Omar, Blas, Eduardo y Reynol, quienes también
ayudan dejando caer sobre ti la mirada
buena y necesaria. La misma mirada de
Vicente a quien todos oímos más que por su
tamaño, o por su grado científico de Doctor en
Ciencias, por esa manera tan suya de no imponer
ideas, aunque le asista toda la razón del
mundo.
Por eso, aunque siga estando lejos, sentado
frente a un pizarrón, o conjugando el verbo
"poder" ante una tarea difícil, seguiré aprendiendo
de amistad, solidaridad y compañerismo,
y riéndome en silencio de los que insisten
en creer que el "futuro es incierto". Sirvan
todos ellos para confirmar lo contrario.